Las generaciones futuras querrán comprender la
increíble aventura de Hitler. Pero la
explicación es difícil porque el análisis debe desenvolverse sobre niveles
muy diferentes. Tenemos en primer lugar, el carácter del
hombre:
paranoico, con una personalidad
profundamente contradictoria y compleja, que sólo parece
encontrar una coherencia interior en la voluntad de poder.
Algunos han querido ver en el trastrocamiento de
los valores,
con el cinismo y la insensibilidad consecuentes, la
expresión de una moral
esotérica o de una nueva cosmología, privilegio de
unos pocos iniciados. La verdad es tal vez más simple:
desclasado, lobo entre los lobos, supo aprovechar
hábilmente los escrúpulos y las contradicciones de
sus adversarios. Más que un fanático o un
iluminado, Hitler es un ser
racional, calculador y comediante. Esta constante mezcla de
cinismo y fraseología idealista, de valores
irracionales puestos al servicio de
cálculos oportunistas, de intuiciones casi femeninas,
oscurecida por tabúes, prejuicios e ignorancia, explica
quizá la fascinación que el hombre
ejerció sobre sus contemporáneos. ¿Pero
hacia dónde tiende esta voluntad de poderío, desde el momento que no
está al servicio de
una ideología ni de una satisfacción personal? La
feroz avidez de este arribista trasunta el egoísmo
más monstruoso. Pero Hitler es más que nada un
mito, el del
Führer infalible y omnipotente. Nosotros sabemos lo que vale
en realidad esta imagen. Su
existencia se debe al hábil empleo de
todos los resortes de la propaganda
hablada, escrita, grabada, fotografiada, filmada. Pero el hombre se
identificó poco a poco con el mito del que
se servía. A partir de 1938, la lucidez lo abandona; ya no
puede escapar a la megalomanía. Se instaura la
confusión entre el frío análisis de la realidad que le permite
gobernar y la figura del jefe con la cual
gobierna. La satisfacción de la sed de
poderío hace surgir en él una necesidad de dominio
aún más grande y, lentamente, el equilibrio
quizás excepcional de estas facultades contradictorias se
despedaza. Entre el fantoche de carne y el mito de acero, hay
sólo relaciones fugaces a partir de 1943.
Y es ese el momento en que el Führer deja de
mostrarse a su pueblo.
El antisemitismo fue la obsesión dominante de su
vida. ¿Provenía de sus ansias de poder o del temor
a ser asimilado al pueblo judío, como quizás le
sucedió en Viena?
Estas dos explicaciones que no se contradicen, no son
tampoco suficientes. Si él no había concebido desde
el comienzo aquella "solución final" que Eichman fue
encargado de realizar, la guerra,
multiplicando sus sueños de grandeza y las más
absurdas posibilidades, lo conducirá a concebir y ejecutar
el genocidio. Y también en este caso, la locura
vencerá sobre la lucidez, porque para conducir a los
judíos al exterminio se emplearán camiones y
bencina que eran desesperadamente necesarios en el frente
ruso.
Pero Hitler no es todo el nazismo. Junto a
él, está el pueblo alemán y se nos plantea
el problema de su culpabilidad. El nazismo,
¿es sólo una consecuencia de la crisis de
posguerra o tiene sus raíces en toda o en parte de la
historia alemana?
Sí seguimos la primera hipótesis deberemos preguntarnos por
qué la crisis no
generó otros regímenes nazistas y por qué el
fascismo
italiano, que también fue una dictadura
demagógica e irracional en una sociedad
racionalmente organizada, no dio los mismos
resultados.
Estamos obligados a reconocer, en el curso de la
historia alemana,
desequilibrios y fracturas internas que ya dejan entrever la
catástrofe, como lo ha demostrado brillantemente Alexander
Abusch en su obra "El camino equivocado de una nación). Al
comienzo del siglo xx, la Alemania del
Káiser da, en efecto, esa impresión de delirio de
poder, es decir, la impresión de una nación en la
que el desarrollo
político y ético no ha estado a la
par de un prodigioso desarrollo
técnico.
Los alemanes pueden aducir el impacto de una derrota y
el abatimiento provocado por la crisis. Pero estos hechos por
sí solos no hubieran sido suficientes para hacer triunfar
al nazismo. Es verosímil entonces que, bajo cierto
aspecto, el nazismo no sea un producto de
exportación. Esta culpabilidad
tampoco puede limitarse a los grupos y hombres
cuya responsabilidad directa es bien conocida. Todo el
pueblo alemán y en particular las masas
pequeño-burguesas con su pasividad y su falta de
estabilidad política, fueron las
presas elegidas por la demagogia nacional-socialista. En este
sentido, el triunfo de Hitler hace resaltar todas las
deficiencias de la democracia y
de los demócratas de Weimar. Vino después la
complicidad extranjera, los ambientes financieros anglo-sajones,
la alta burguesía francesa inquieta bajo el frente popular
—hubiese preferido a Hitler antes que a
Blum—,
Stalin que sacrificaba Alemania y la
revolución
para consolidar su poderío en la URSS. Gran parte de
Alemania conocía todas las atrocidades nazis. Si
calló, como por ejemplo ante la cuestión
judía, ¿no fue quizás porque su historia y
su elección, en el fondo, se inclinaban en el mismo
sentido?
No obstante, la opinión pública pudo
detener el exterminio de los enfermos mentales durante la
guerra; pero
también es verdad que aquellos enfermos eran arios . .
.
Hitler no aparece sólo como el mago de los
sentimientos populares, ni como el títere de grupos cultos.
Para que triunfase fue necesario el encuentro de determinados
elementos: por una parte, una personalidad
vulgar pero dotada, que supo explotar el momento, y por otra, una
situación social e histórica propia de Alemania,
una sociedad burguesa
en crisis y una civilización profundamente
dividida.
La experiencia nazi, aun en sus excesos, realiza en el
corazón
de Europa una
tentación fáutica; por lo tanto plantea, no
sólo un interrogante siempre actual sobre nuestros
valores
políticos y económicos, sino que obliga a un
reexamen inquietante sobre el sentido de nuestra
civilización.
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